Las niñas bajan despacio la cuesta.
Mi hermana no pudo ir al colegio.
En un banco se besan dos adolescentes.
Mi hermana no pudo amar a nadie.
El otoño ha vuelto y ensucia las calles.
La tumba de mi hermana se llenará de polvo.
Las niñas bajan despacio la cuesta.
Mi hermana no pudo ir al colegio.
En un banco se besan dos adolescentes.
Mi hermana no pudo amar a nadie.
El otoño ha vuelto y ensucia las calles.
La tumba de mi hermana se llenará de polvo.
Diariamente, con una quieta
monotonía eterna, sin hacer
ridículas preguntas, los ancianos
se dirigen al mirador.
Se sientan en la desgastada madera
de los bancos, y de su silencio
hacen un brillante juego
de comunicación precisa.
Los ancianos creen verlo todo
y piensan que son las manos de Dios
lo que tienen ante su vista.
¿Cuánto tiempo les queda aún?
¿Cuánto podrán soportar sus ojos
el peso de este oquedal?
¿Qué quieren ver en realidad?
Miran sin ver lo que ya conocen,
y mientras recuerdan las copas
de los árboles que vigilaban su juventud,
o las manos tibias de su madre
acariciándoles el rostro, se resisten
a pensar que este puede ser
su último crepúsculo.
Tenía quince años
y sabía bailar,
su padre se quedó dormido,
conduciendo.
Date prisa que ya empieza,
-me dice nerviosa-
y yo arrastro su silla de ruedas
hacia el televisor.
En la catedral del Westminster
al tiempo del crepúsculo
se reúnen vagabundos
con silencio de bolsas
y cadenas.
Sentados en los bancos
escuchan y maldicen, gritan,
comen lo que dejaron
basuras y turistas.
Les oigo gritar
desde mi habitación.
En invierno se matan
por mantas y por ropas.
Las mañanas de niebla
pasaban tras los cristales,
desde los pupitres verdes
veíamos a los viejos
caminar hacia los parques vacíos,
con sabor a tiza
se hacía blanca la soledad,
la fiebre,
dolía el rumor
de las viejas
escaleras marrones,
dolía la humedad
de las paredes grises,
el tiempo,
la infancia perdida
junto a bancos,
y palomas.
nunca pensé
que mis amigos
morirían,
y sin embargo
voy tachando
nombres
en mi agenda,
como un pobre
solitario;
inútilmente
les espero
en los bares,
inútilmente
su voz
en el teléfono,
su carta
en el buzón,
dicen que la muerte
es algo
que solo
les pasa
a los demás,
mienten,
yo he muerto
con ellos,
tantas veces
el vagabundo
me da pena,
el hombre,
el niño
que espera
en la estación,
inútilmente,
a que su padre
regrese,
me parten
el alma,
sin embargo
a nadie
le preocupo
yo,
que soy el niño
de la estación,
el vagabundo
y el padre
Olaya, un año y medio de casada
y ya estás de vuelta,
el viaje del amor ha sido
tan corto como oscuro
tu madre no sabe que contar
a las vecinas, tu padre
ha quitado ya su sillón de lectura,
y sus viejos libros de tu cuarto,
nadie quiere sufrir.
Pero para olvidar el amor
te harán falta un montón de pastillas,
los consejos de tu tío abuelo,
y un viaje a Praga
con tus padres
Dámaso, viejo como el pan,
desde el balcón de sus noventa años,
se sienta en el banco del parque
y habla con los jóvenes,
Dámaso, vendedor
en las ferias, militar,
soldado y prisionero,
agente de seguros,
pasó hambre y pena,
amor y silencio,
sed de venganza,
la vida ha ido y ha vuelto
de tus ojos, Dámaso
miras la calle
que ha cambiado tanto,
miras el tiempo
como si ahora, por fin,
pudieras entenderlo todo
estarás en las hojas
y en las lluvias
del próximo otoño
Es sabido que los gatos tardan tres
o cuatro días en elegir un dueño
cuando llegan a un hogar,
pero este tardó seis horas
y eligió a una mujer
que nunca había querido un gato,
¿quién les orienta en tan ardua disciplina?
un instinto animal antiguo y poderoso
les guía sin error por semejante laberinto,
y era casi obsesión, la seguía,
la escuchaba, la miraba cocinar,
la buscaba en las sombras,
la llamaba en la noche,
ronroneaba en su puerta,
lamía sus manos, conocía
las telas suaves de sus vestidos,
se tranquilizaba en sus brazos,
vigilaba sus sueños, era un padre
felino y orgulloso, un novio
de ojos amarillos y verdes,
un hijo mimado y pequeño,
una compañía extraña, hilado
de bigotes, nocturno de ojos,
radiante siempre en su regazo,
no podré olvidar su lomo arqueado
y torcido, sus ojos brillantes,
cuando aquella mujer
al fin, volvía del hospital,
hasta que no volvió,
y el gato tuvo que tragarse
su ausencia pesada,
ahora, pasados dos
años de aquel invierno,
ya no maúlla dolorido,
viudo y solo, se tumba
en el diván, y la recuerda
mientras duerme.
Amo la vida,
dejadme decirlo así como suena,
como un cohete, como una larga
piedra que rompe en la distancia,
amo la vida, y amo este dolor
que llevo en mi costado,
mi larga cadena, la lluvia
de decir adiós
demasiado pronto,
la vida no es nada, detrás
de cada hombre no hay nada,
si lo piensas, sólo el reloj,
y el amor a la vida.